Mujeres a la intemperie

Abr 14, 2023

María, Soledad, Helena, Belén, son algunas de las personas que duermen, comen y pasan sus días en espacios públicos de Paraná. Sobreviven en condiciones inadmisibles: se la rebuscan de la basura, se lavan como pueden en canillas y baños públicos, cocinan a la intemperie, sobrellevan problemas de salud y de inseguridad.

Por Marta Marozzini

(Especial para Laurentino)

 

 

“El muerto que habla, 48. Los cumplí en febrero”, dice María, con candidez, respecto de su edad. Y de ese tiempo, aclara que la mayor parte ha sido “a los tumbos”. A los seis años se fue de su casa, en Concordia, y marca ese hecho como el inicio –con intermitencias- de su vida en la calle.

Ya en esta costa, estima que desde 2015 vive en forma permanente en la calle, afrontando heladas, días de calor infernal y lluvias, como las últimas de marzo, que la dejaron con toda su ropa empapada y unas zapatillas nuevas llenas de barro.

María junto a Juan, su compañero, permanece durante el día en la zona de la costanera, en las inmediaciones de la Plaza de las Colectividades, y a la tardecita “subimos” –tal cual lo expresa ella- a la Plaza de Mayo. Pero se ubican en las veredas de enfrente o cercanas a la plaza desde que el 9 de febrero pasado se produjo el desalojo de personas en situación de calle de ese espacio público, por parte del municipio y policías.  Habitualmente, duermen en los escalones de ingreso al edificio del Arzobispado, contiguo a la Catedral, o, si llueve, en algún otro “techito” que encuentren desocupado por la zona.

A ese trayecto del centro a la costanera y viceversa lo hacen cargados, tirando dos carritos con ropa, un sillón playero y una decena de bolsas con alimentos y utensilios necesarios para cocinar. Las cosas parecen tener cada una un lugar, para que quepan en los bultos. Así, entre el sillón plegado, llevan la escoba para barrer antes de ubicarse en cada sitio y con el último resquicio de la mano, un balde rojo con un termo adentro.  

“A esto (por sus cosas) lo cuidamos como oro”, afirma María y abre el tema sobre los riesgos que afrontan quienes viven en la calle. “Sentimos mucha inseguridad”, confirma y cuenta que para dormir se turnan con su compañero para cuidar las pertenencias. Así y todo, se queja porque le han sacado en dos oportunidades una cocinita portátil y otras cosas. Pero lo peor, enfatiza, es lo que sufren todos los que cobran una pensión o jubilación, ya que “los asaltan, se las quitan”.

A la par de ese peligro, María relata con naturalidad situaciones que serían habituales de peleas entre gente de la noche, de corridas y agresiones; señala zonas donde no conviene transitar porque estarían copadas por personas con antecedentes violentos y habla especialmente del estrago en la salud y el comportamiento que causan el alcohol y la droga entre quienes viven a la intemperie. A eso le suma, el gran número de personas con problemas psiquiátricos. “Son la mayoría”, sostiene.

En la costanera, detrás de la oficina de turismo, donde hay árboles y una glorieta, se ubican para pasar el día. Cocinan, tienen cerca una canilla y pueden usar los baños del edificio municipal. Ahí, María se higieniza como puede y lava ropa, por ejemplo, el acolchado que usa para taparse –a veces hasta la cabeza- cuando duerme en el sillón playero. Y explica cómo hace: “Lo pongo arriba de la silleta y con el balde le voy echando agua y lo voy fregando, y ahí lo dejo que se seque”.

María y Juan tienen problemas de salud, según detallan. Él, diabetes, y ella trombosis. Deben cuidarse y tomar medicamentos. Dicen que afrontan los tratamientos entre el Hospital San Martín y los ingresos que reciben por una pensión nacional de Juan, otra de ella, por discapacidad, y a través de la Ley 4035.

Lo que cobran les alcanza para “comer bien” durante los primeros quince días y comprar remedios u otra cosa. “Si alquiláramos un lugar, no comemos”, reflexiona. El resto del mes, se las arreglan. 

María es reacia a acudir a los refugios municipales para personas en situación de calle que se han abierto en los últimos años, ni siquiera pudo permanecer durante la pandemia. Es que, remarca, es independiente, quiere decidir qué hacer y dónde ir, y no le gusta “estar amontonada” con otra gente en un lugar. “Puedo aguantar sin comer o comer cachivachada, capaz que salgo a cirujear, con tal de manejarme libre”, explica, sin otra expectativa posible que seguir en la calle. 

María tiene tres hijos y dos nietos. Uno de sus hijos, el mayor, vive en Concordia y los otros dos, en Paraná. Estos últimos los tuvo con Juan. Ella ha permanecido en distintos lugares de la ciudad: en la Plaza Alvear, donde en 2017 fue motivo de notas periodísticas, en la zona del Hipódromo, en la Plaza 1 de Mayo y en el frente del Hospital San Martín, entre otros. 

 

Sola, en el abandono

 

Con una delgadez extrema, una dentadura irregular y resignación en sus palabras, Soledad es otra de las mujeres que vive en la calle. No sabe bien desde cuándo, pero al menos desde 2018, cuando esta cronista la encontró junto a otras personas en las ruinas de una vieja estación de servicio, ubicadas en Avenida Ramírez y calle Combate de Tacuarí. 

A fines de marzo pasado, estaba nuevamente en ese edificio destruido y sucio, sola, luego de andar por diferentes lugares y de transcurrir en ese lapso dos embarazos, según relata. Los bebés –dice- quedaron, apenas nacieron, en el ámbito del Copnaf; tiene otros hijos, menciona que dos fallecieron y una nena está con su papá.

Tiene 36 años y no habla de épocas mejores ni de una familia, sólo pone énfasis en el presente, en cómo hacerse de unos pesos y en lo que le pasó hace unos días. Cuenta que hubo un principio de incendio en el primer piso de la vieja estación de servicio donde tenía sus cosas y dormía. Aunque ella no estaba en el lugar cuando se generaron las llamas, está convencida de que fue intencional.  Pese a todo, a que el acceso al edificio es abierto y no tiene luz propia -por las noches se maneja con la iluminación que entra del alumbrado público por los vidrios rotos-, afirma que nunca tuvo miedo, que está acostumbrada, que conoce a quienes andan en la calle.

No tiene electricidad y tampoco agua, lava la ropa y se higieniza con baldes que acarrea de una casa vecina. También utiliza un balde para hacer sus necesidades, después lo desecha en los restos de un baño sin puerta que da a la calle. Dice que sufre epilepsia y que decidió no tomar los remedios porque le hacían mal. Come “lo que venga”, según el dinero que logre reunir en la puerta de un banco de calle Ramírez, y asegura que no recibe ayuda social.

Como despedida, y con el viejo edificio de fondo, muestra un cartel que dice: “Buenas. ¿Me podrías dar una colaboración? Estoy en situación de calle”.

Esta nota fue realizada a fines de marzo. En los primeros días de abril, empezaron trabajos de limpieza y desmantelamiento del edificio de la estación de servicio. Un contendor en el predio abandonado estaba repleto de basura, colchones y ropa, y el primer piso, donde dormía Soledad, había quedado sin techo. De ella ya no quedaban rastros en el lugar ni en la puerta del banco; se la vio a unas cuadras de distancia con medio cuerpo dentro de un contenedor, hurgando entre la basura.    

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Cocinar a leña, en una lata

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“Estoy cansada de andar de un lado al otro”. Helena calcula que hace unos cuatro años que está en la calle y manifiesta agotamiento por ese trajinar. Tiene familia, habla de su padre, de una casa por San Agustín, de tres hijos. No es clara en los detalles, dice que tiene treinta y pico cuando la pregunta fue sobre su edad y que no siente “miedo a nadie”.  Sabe de los riesgos de vivir en la calle, pero enseguida menciona un ejemplo de cómo reaccionó ante un hecho reciente: otra mujer la agredió físicamente y ella, entonces, le respondió de la misma forma. “No tengo problemas, yo me defiendo”, dice y menciona procesos judiciales y trámites que tiene pendiente en la Justicia.

Helena y su compañero, junto a un perro de la calle que los empezó a seguir, van del balneario y camping Thompson a la costanera. En este último sector, frente a la Plaza de las Colectividades, están sentados a la sombra, esperando el mediodía mientras cargan un celular en un pilar con enchufe y esperan que se seque un vestido que Helena había lavado y colgado de una rama del árbol. Ella se higieniza en los baños públicos de ambos lugares, se cambia la ropa, la lava y la pone a secar “donde se pueda”, aclara. Carga lo que tiene en unas pocas bolsas y de una saca menudos de pollo, que utilizará al mediodía para hacer un guiso. Encienden el fuego con leña en un sector “de arriba”, poco visible de la calle, del Parque Urquiza y en una lata de tomates grande preparan la comida con verduras que rescatan del cirujeo, es decir de los contenedores de basura.     

En medio de la charla, desordenada, por momentos a borbotones, Helena anuncia con enojo que no va votar a nadie porque “los políticos nos ven cuando hay elecciones nomás”, expresa. Y vuelve a un aspecto importante para ella: el celular, y pone énfasis en cómo tiene que cuidarlo para que no se lo roben.

Pide no salir en fotos en la nota y habla del guiso, como única opción, pese al sol que parte la tierra en medio de la ola de calor de marzo.

 

Dormir sobre la vereda

 

Belén deambula entre la zona de Avenida Ramírez y calle Saravi, y la placita triangular de calle Alem. En este último lugar se la suele ver con otras personas en situación de calle y en Ramírez, sola. Es reacia a la propuesta de la charla para la nota y son las personas de la zona de la plaza las que informan que “no siempre está bien de ánimo”.     

En días de calor extremo, se la podía ver en horas del mediodía acostada en la vereda de calle Saravi, sobre una colcha vieja o un cartón, tapada con frazadas. También, sentada en los bancos de la avenida, abrigada como si fuera invierno, gesticulando y hablando fuerte con nadie. Desde organizaciones que se dedican a atender la problemática de las personas en situación de calle explican que Belén, de unos cuarenta años, padecería problemas psiquiátricos y tendría indicada medicación que no siempre tomaría.

Las mujeres que viven en la calle son parte de un grupo grande de personas que subsisten en condiciones infrahumanas. Ellas, más decenas de varones, permanecen en veredas, recovecos de edificios, vidrieras y paseos públicos. A otros lugares, específicamente plazas del centro, dicen que desde febrero tienen vedada la permanencia por parte del Municipio. 

¿Cuántas son las personas que están en la calle? es una de las preguntas recurrentes que deberían tener una respuesta basada en un registro minucioso, que le permita al Estado diseñar acciones efectivas, tendientes a atender debidamente esa realidad.

Según el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas 2022, que por primera vez abarcó a las personas en situación de calle en el país, en Entre Ríos hay 139 ciudadanos, de los que 51 corresponden a Paraná. El número total, que llamativamente no contempla registro de personas en otras ciudades como Concordia, pese a tener esta ciudad un elevado nivel de pobreza, contrasta con el dato que manejan organizaciones que trabajan diariamente en la temática, que da cuenta que sólo en Paraná habría más de 150 personas que no tienen dónde ir.     

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