Estamos sentados en el pasto del “campito” en lo que hoy es Sud América y Dupuy. Entonces era una larga franja de cien por cuatrocientos metros de tierra libre, nuestro lugar de juegos. Es el final de la tarde, el sol aún proyecta las largas sombras de los postes del telégrafo. El atento círculo que examina algunas bolitas de color que pasan de mano en mano, calla repentinamente cuando vemos pasar a “los Divito”. Serios nos miramos. No somos tan pequeños como para no apreciar la belleza de ella ni dejar de reparar en su vestimenta que les ha valido el apodo que compartimos en el barrio.
Era una pareja extraña para todos. No hablaban, no saludaban ni miraban a nadie. Salían de su ranchito de maderas y chapas en el extremo más alejado, sobre 3 de Febrero y Dupuy, caminaban rápidamente por Sud América desde Dupuy hacia Almafuerte hasta perderse de vista.
Altos, delgados, piel bronceada, atléticos. Él con el eterno traje marrón, ajustado al cuerpo el saco abotonado (de allí el apodo), con una pequeña valija de cartón en su mano izquierda. Nunca supimos que llevaba en ella.
La mujer, siempre seria, mirando su camino. Sin hablar, con el cuerpo delgado y bello ajustado con un vestido que destacaba su silueta Divito. Para nosotros, el grupito de prepúberes aislados en ese suburbio, era hermosa. Nos parecía demasiado joven junto al hombre ¿sería su hija? Ese cuerpo, ¿era de una bailarina? Nunca supimos nada de ellos, ni el nombre ni que hacían. Sabíamos que vivían con una señora mayor, que estaba todo el día sola en la vivienda. No tenían huerta ni jardín, algo habitual en el modesto barrio donde no siempre pasaba un vendedor y los negocios estaban lejos sobre la avenida y lejos de los bolsillos de la mayoría.
En alguna siesta vimos a la joven lavar ropa junto a una bomba manual de agua, mientras un pequeño brasero calentaba una olla tiznada debajo del alero.
En días de lluvia se cubrían con un paraguas, que llevaba él, y algo que sería un impermeable negro la señora.
Siempre pasaban, nunca los vimos volver. Seguramente lo harían de noche, tarde para nuestros horarios.
Era una mañana de invierno con el pasto blanqueado por la helada. Los vecinos corrían al grito de
- ¡Se incendia el rancho de los Divito!
Mientras emprendía mi larga caminata a la escuela y los bomberos llegaban desde la avenida.
Tuve que seguir mi camino.
El fuego no dejó nada, los bomberos y varios policías estuvieron trabajando todo el día. No nos dejaron jugar en esa zona. Estábamos a más de dos cuadras con nuestra pelota. Luego supimos que la señora mayor había muerto, a los Divito no los vimos más y sobre esas cenizas y silencios se tejieron todas las leyendas del barrio sobre ellos y su destino.